VIAJE

 

Cuando despertó, su cama estaba rodeada de agua. Instintivamente comprobó si el agua era dulce o salada. Sintió la crudeza del mar en la lengua y la escupió. La cama flotaba y avanzaba firme como los tiburones, sin detenerse, con un equilibrio en el que ni siquiera pensó mientras navegaba. El cielo era plomizo, un sol primaveral se vislumbraba bajo una gasa blanquecina. Miró alrededor, observó en el horizonte grandes torres industriales cuyos edificios estaban sumergidos en el mar. De ellos emanaban humos, vapores que adensaban la atmósfera. “No se está mal, quizás hace un poco de calor”. A los lados, varias focas gemían exigiendo comida. Divisó a un grupo de delfines, y pasó algo de miedo al intuir el paso de tiburones hambrientos. Luego contempló con melancolía el hermoso caparazón de una tortuga. Desde arriba se podían distinguir metros y metros de rica vegetación ahogada en el imperio que el agua había establecido. Conforme avanzaba se le irritaban los ojos, los notaba cargados, le lloraban.

El mundo era un panorama lunar, una especie de país de las últimas cosas. Aún así, no echó nada de menos, era como si no se acordara de nada, como si una extraña amnesia se hubiera apoderado de su ser. Avanzó y avanzó, inconsciente, sin preocupaciones, era un autómata anestesiado. Durmió y después despertó, y luego volvió a dormir y a despertar bajo el mismo cielo plomizo, bajo el mismo sol ciego. Se notaba febril, incómodo, la frente le ardía, le sudaban las manos, las piernas, todos sus miembros. El tiempo no acompañaba, era pegajoso, ardiente y a la vez helado, tan confuso como sus propios pensamientos. Se sentía dentro de una inmensa cámara de gas de la que no podía escapar, dentro de una jaula compacta donde no había barrotes ni resquicios.

Sus ojos gastados siguieron acumulando imágenes. Extrañas algas, peces boca arriba, plásticos de colores, agua sucia con tonos negros, verduscos y ocres, lodos pegajosos, ruinas de edificios que alguna vez debieron albergar vida en su interior, alojadas ahora en el fondo del mar. Por su nariz penetraban olores metálicos, una extraña mezcla de estiércol y cenizas, cada vez se le hacía más difícil respirar. Tocó su cabellera, había adquirido un tono grisáceo, lo pudo comprobar al palpar con sus dedos varios pelos que se le habían desprendido, y que se desvanecían como la harina. En ese momento, dos lágrimas azules con olor a química resbalaron por sus mejillas ardientes. Gregorio, pues ese era su nombre, comprendió que no saldría vivo de este viaje. Mientras tanto, disfrutaba de las vistas.

Jorge Fernández-Bermejo Rodríguez

Este relato resultó finalista en el concurso convocado por la revista Zenda «Historias sobre el cambio climático»:

Ganador y finalista del concurso de Historias sobre el cambio climático

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