Pretérito Imperfecto

#MaestrosInolvidables

Don Servando fue mi profesor de lengua. Recuerdo su perfil enjuto, su castaña pronunciada y sus dos ojillos negros. La verdad, parecía una cabra mosqueada. Claro, que nosotros le hacíamos rabiar, como aquella vez en la que dejamos una rana en su silla y casi la aplasta con sus posaderas. Conservo en mi retina su cara de asco. Fuimos injustos, hicimos pagar a toda la clase nuestra fechoría.

Cada vez que redacto una memoria pienso en él como el culpable de que no falte ningún acento y de que le sobren uves mal puestas o enes antes de pes. Nuestro profesor era un señor austero y malhumorado, pero no era mal tipo. Tenía una ética espartana, ética y estética, como decía un tal Immanuel Kant, del que nos hablaba a nuestros imberbes doce años, cuando teníamos la cabeza llena de dudas, de cromos de fútbol y de vagos instintos sexuales. A nosotros nos parecía que el tal Kant tenía nombre de extremo izquierdo del Bayern de Múnich o del Eintracht de Frankfurt. Aparte de la ortografía, también nos enseñó los tiempos verbales. El pasado, el futuro, el pretérito imperfecto, o el pretérito perfecto de indicativo. Don Servando comparaba estos dos últimos con Caín y Abel. El pretérito imperfecto, Caín, definía la imperfección de la vida, la relatividad del mundo en el que vivíamos, con su cúmulo indeterminado de variantes que confluían en cada acción. En cambio, el pretérito perfecto, Abel, definía un estado tan exacto y cartesiano que no casaba con el mundo caótico en el que vivíamos. Por eso, según su curiosa teoría, Abel murió a manos del envidioso Caín. Nuestro profesor cautivaba a toda la clase con teorías tan sugestivas como ésta. Y es que era un señor muy leído, de los que se llamaban librepensadores. A mi edad creía que era algo así como un poeta, hoy sé exactamente lo que significa. Yo le veía como un Quijote, a la vez soñador y triste, siempre recto y odiador de las injusticias. De alguna manera ese papel que yo le asignaba en mis fantasías lo interpretó trágicamente en la realidad.

Pienso mucho en él, y en esos años raros. Nunca entendí porqué dejó de dar clases, era nuestro mejor profesor. Tampoco entendí porqué ese secretismo sobre su desaparición, ni las miradas huidizas de los profesores cuando preguntabas, o los pescozones de mi padre diciéndome «calla niño y atiende a la sopa, que se enfría».

Con los años comprendí el lenguaje secreto de los adultos, y supe lo que significaba la palabra “Represaliado”. También supe del hipócrita y vacío concepto de la “Patria”, y que el sacrosanto “Patriotismo”, no era más que un lugar común al que se agarraban los rencorosos. Un ridículo orgullo de golpe en el pecho que encubría envidias enquistadas. En el camino también se me cruzó la palabra “Integridad”, finalmente apareció la palabra que más dolor me produjo conocer… “Delación”. Nunca se supo quien le denunció, si alguna de las “fuerzas vivas”, o el vecino envidioso de la esquina. El caso es que le separaron del servicio, le quitaron la plaza y ya no pudo enseñar más, a menos que lo hiciera de forma clandestina. Salió del pueblo con lo que pudo. Nadie supo hacia dónde.

Quiero pensar que dispondría de algún dinero ahorrado, que alguien lo acogería con cariño en alguna parte. Hoy, a mis setenta y cinco años, me he puesto a pensar en él, en su flamante aspecto, en su figura de dandy, en su rictus austero, y le he visto conversar animado en algún punto de Alemania con su idolatrado Immanuel Kant. Hablaban de rectitud, del imperativo categórico, de ética y de estética. Luego he llorado como lo haría un niño de doce años que se da cuenta de repente de que ha perdido para siempre la inocencia.

Jorge Fernández-Bermejo Rodríguez

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