Caridad

Todo comenzó como un juego. El abuelo se había quedado sopa, y Guille y Juanín le cubrieron sigilosamente de arena con sus cubos de playa hasta que quedó atrapado. Luego desaparecieron entre risas. Cuando despertó, Eulogio pidió auxilio. Los paseantes le contemplaban con una mezcla de estupor y de piedad.

—Fíjate lo que le ha pasado a ese hombre, qué desgracia.

—Desde luego, y tan mayor.

Había de todo, desde los críos que se mofaban tirándole arena a la cara, hasta los que intentaban consolarle ofreciéndole un trago de sus refrescos. Incluso hubo alguien que le echó alguna moneda. Eulogio se tranquilizó y racionalizó su situación, sabía que tarde o temprano saldría de allí. A mediodía, dos guapas trabajadoras de la Cruz Roja le trajeron el almuerzo. Se relamió, pues estaba hambriento y muerto de sed. Esa misma tarde, contempló la puesta de sol, y se dio cuenta de que esta tesitura no estaba tan mal, algo que confirmó al anochecer, cuando las estrellas dibujaron un increíble lienzo en el cielo.

No todo eran ventajas. Por las tardes los pellizcos de los cangrejos eran torturantes. Y cuando llegaba la noche eran las gaviotas las que le mortificaban, aunque no se sabe si por piedad o por pena, se apartaban y le dejaban dormir. Sobrevivió gracias a la gente, a su caridad y a su cháchara. No había jornada que no le trajeran ungüentos y cremas,tiritas, agua oxigenada y mercromina para curar sus heridas. Incluso Luis, un jubilado de Valencia, colocó a su espalda una hermosa sombrilla para librarle del sol. Cada dos días, Marta, una de las trabajadoras de la Cruz Roja se ocupaba de su afeitado matinal. Era morena y muy cariñosa, como Pilar, su difunta esposa, cuando tenía su edad. Siempre se despedía con un beso en la mejilla.

Con el tiempo, todos se acostumbraron a su presencia, le daban los buenos días, le ofrecían sus bocadillos y charlaban amistosamente con él. Algunos le pedían opinión para sus negocios, sus amoríos, y sus proyectos personales. Hasta el punto de que Eulogio acabó convirtiéndose en una especie de oráculo, en un sabio sumergido en la arena. Canjeaba consejos nacidos de su basta experiencia a cambio de frutas, zumos, cervezas, espetos de sardinas o un masaje en la cabeza. Llegó a granjearse tal popularidad, que el alcalde, un tipo orondo con un bigote imponente, le nombró hijo predilecto de la ciudad. Ese día comió caviar y bebió champán. Aprovechó para contarle al alcalde que todos se portaban muy bien con él pero que lo único que quería era salir de allí. Éste le respondió con las evasivas típicas de los políticos. Le dijo que le entendía, que todo eso era una mala pasada, pero que le ayudaría en lo que pudiera. Eulogio no tuvo más remedio que mirarle con resignación, y seguir esperando.

El día que lo pasó peor fue cuando sus familiares, entre lágrimas, fueron a despedirle a la playa hasta el próximo verano. Entonces, el anciano asumió que ese era su destino, vivir al lado del mar, rodeado de arena, y con la banda sonora de las olas de fondo. Rodeado también de la hospitalidad y la indiferencia de sus semejantes. En ese instante, una sensación extraña cruzó su corazón. No pudo evitar sentirse muy solo en aquella playa.

Jorge Fernández-Bermejo Rodríguez

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